Hay títulos insuperables. "El Poeta Azul" es uno de esos títulos. No me pertenece. Y de ningún modo podría mejorarlo.
Me llegó en un texto, un documento de word, letras azules sobre fondo blanco. Un parte de prensa policial. Habla de un mayor de la policía de Neuquén: Víctor Andrés Elgueta.
De él alguien dice lo siguiente: ingresó a la fuerza en 1978 y más adelante, a partir de "la tibieza de su madre y la figura de su padre" tomó inspiración suficiente para "escribir en letras los sentimientos de su corazón". Esta conmoción, acaso una marca del destino, determinó que en 2004 comenzara a dar forma a sus primeros versos.
El propio mayor Elgueta se ofrece a sí mismo como testimonio viviente de lo que la poesía puede obrar en un hombre: "Yo antes saludaba a mi padre dándole la mano, ahora puedo acercarme, darle un beso y abrazarlo", confiesa con un desparpajo poco habitual entre sus pares de la fuerza.
Se ve que de chiquito, como ocurre en los predestinados al arte, hizo gala de sus aptitudes para la cultura: el parte policial dice: "incursionó en los escenarios improvisados de la escuela primaria, era actor que nunca faltaba y muchas veces el más esperado". "Sus maestros -sigue el texto-, se emocionaban cuando lo escuchaban".
Su prosa, y el ejemplar que la reúne, hablo de "La vida en poesía", sigue siendo para mí un misterio. No obstante, como adelanto, pude saber que "el quehacer diario en la fuerza policial, sus compañeros, los que están y los que partieron, son la fuente inagotable" que lo nutren y "lo inspiran a seguir escribiendo".
Alguien, al parecer un grupo de periodistas, o un hombre con pruritos injustificados para escribir en primera persona, dice en el mismo texto: "le preguntamos si estas historias, las que narra en sus poemas, lo tentaron alguna vez a cambiarles el final", sobre todo asumiendo que no son pocos los epílogos, los finales, que no terminan como "todos anhelamos".
Entregado de lleno a la huestes del realismo, Elgueta, firme, marca una postura que, como casi todas, son una autodefinición: "Las historias son tiempos vividos que empiezan y terminan, eso no se cambia", considera.
El mayor dice que es un "versificador", es decir, "el que tiene la capacidad de hacer versos y recitarlos" y, "explotando la observación y lo que le conmueve", hace algo con "lo que queda grabado en arrugados papeles blancos que nunca faltan en sus bolsillos".
jueves, 30 de octubre de 2008
miércoles, 22 de octubre de 2008
Zeta Uno
Nadie parece conocer este lugar. Se llama Z1. Sí, Zeta Uno. No sé muy bien por qué. Debe ser el casillero que le tocó en suerte en la división catastral de la ciudad. La ciudad es Neuquén. El Zeta Uno es lo que será la ciudad dentro de unos años. La continuidad de la ciudad. Ahora no. Ahora parece un planeta en instancia de colonización. Marte, Mercurio, Júpiter, un lugar sin agua, con ráfagas radiactivas, terrosas, que te dejan las orejas llenas de arena y los dientes mascando cristales.
Hay espacio para unas 700 casas. Es la alternativa que te pueden llegar a ofrecer si cometiste el delito de tomar tierras fiscales o un espacio verde, si todos los días cortás una calle céntrica para decir que no tenés casa, que apenas podés darle de comer a tus hijos, que ahora crecen en una casilla de madera y nylon, como hicieron los que antes tomaron tierras en otros barrios, barrios con nombres que rinden culto a versículos de la Biblia, a movimientos revolucionarios, o a curas piolas que alguien no quiere olvidar, lugares que modificaron el mapa de la ciudad, sobre todo, en los últimos diez años.
Me costó llegar. Nos costó llegar. El Zeta Uno está arriba de una barda en la que trabajan un par de máquinas viales. El resto de los barrios que lo rodean parecen indiferentes a tanta expectativa de los futuros propietarios de las casas.
Primero le pregunté a un almacenero dónde quedaba el plan de viviendas que hacen en la barda. Y le dije Z1. El tipo, que hacía cuentas en una registradora viejísima, me miró como si le hablara de un chip o una alarma de autos. Le pregunté a una quiosquera que tenía todavía menos idea. Sí sabía donde estaba “la Cuenca”, como le dicen en esta parte de la ciudad a la Cuenca XV, el barrio ubicado justo debajo de donde están construyendo las casas.
¿Usted viene a la reunión?- me dijo una chica que parecía de 15, y que iba con dos nenitos de la mano, hermanitos o hijos, y le dije que venía a hablar con gente que estaba en la reunión, y ahí vi que a esa reunión, por fuera del marketing político con que había sido difundida a los medios, la esperaba gente de verdad hacía rato. (Sobre la gente de verdad hay cosas para decir. Sobre el periodismo hay cosas para decir. El periodista a veces se aleja de la gente. Voy a hablar de cuando lo hace por protección. No de cuando hace mal su trabajo estando lejos sin que le importe. Lo cierto es que un poco necesita estar lejos para poder contar bien lo que está viendo. Lo concreto es que esa distancia impuesta un tanto inconscientemente a veces se hace añicos. Queda en la nada. No se me ocurre otra explicación que la de un rostro que sea demasiado tierno, o la de ver un dolor extremo, como para desactivar esa coraza protectora que se acciona ante la fuerza con que se imponen algunos sucesos.) “Suba por ese camino”, me dijo la chica del rostro tierno, señalando una cortada estragada por la lluvia y las huellas de camiones pesadísimos. La tomamos, y ahí vimos una panorámica como la que está arriba de este texto.
Pero también vi a 400 personas siguiendo un ministro, en una dramática coreografía que me hizo acordar a los pingüinos cuando tienen frío. La forma en que se ponen uno al lado del otro para darse calor, cómo se mueven en bloque, cómo son, todos, tan uno solo.
No le perdían paso. Le pedían por favor que hiciera algo para evitar que también a ellos les vinieran a tomar las tierras (ya hubo intentos). Ellos no quieren una guerra de pobres contra pobres. Es más, no quieren ninguna guerra, le dijeron. Pero no le van a permitir a nadie que venga a quitarles lo que todavía no tienen pero ya es de ellos.
Después una mujer se largó a llorar. Imploró por tener una casa. Contó una historia terrible: en la trama de esa historia, una historia de carne y hueso, sobresalía la frase “lo único que quiero” y la palabra “casa”. Sólo esa certeza para sus hijos, no importa que sea acá, decía la mujer, sólo cuatro paredes, un techo y una ventana, aunque sea para ver desde adentro el viento blanco de los días como ayer.
Foto: Agustín Martínez
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sábado, 11 de octubre de 2008
Juan Perugia quiere volver
Por primera vez en años me propongo ver una ficción argentina en la tele. Desde cero. Desde el capítulo inicial. Con ánimo de seguirla si lo que veo es bueno, me atrae, me gusta, no me desalienta, no me hace bostezar, ni mirar para el costado, ni decirme que estoy perdiendo el tiempo, para después entregarme a un zapping y dejar de darle oportunidades. Si mal no recuerdo, la última vez que me propuse tamaña empresa (la de resistir los embates del control remoto, animal con una vida oculta muy fuerte) fue con Okupas o con Tumberos. Después nunca volví a ver una ficción local como una autoimposición, con interés. Las que vi las vi por la mitad, empezadas, tras algunas recomendaciones a las que cedí a regañadientes. A veces me pasó que hice mal en seguir esas recomendaciones y otras lamenté no haber visto la serie en cuestión desde el inicio.
Como decía, ahora me lo vuelvo a proponer. El programa es Todos contra Juan (América; Martes, 22:30). Creo que en esto tuvo que ver la postergación en que Telefé sumió a la serie durante meses hasta que recién pudo salir al aire cambiando de señal. Es decir, hubo una evolución de la noticia: Gastón Pauls estaba haciendo una ficción, la actuaba él, tuve algunos detalles de la historia y después entré a sospechar conspiraciones que planchaban el estreno. Creo que por eso termino viéndola.
Juan, lo dicho, es Gastón Pauls. (Pauls no es un tipo que me interese particularmente. Tiene otros dos hermanos. Los dos hacen cosas interesantes. Sobre todo el más grande: Alan, a quien tiempo atrás entrevisté, y es uno de los escritores imprescindibles si nos ponemos a analizar el panorama actual de las letras argentinas. El otro, Nicolás, me sorprendió hace poquito. Está conduciendo un gran programa: se llama LP, va por la Televisión Pública, no recuerdo bien qué días, y cuenta, mediante entrevistas y anécdotas imperdibles, la historia de las canciones y discos fundamentales del rock argentino. También hace un poco lo que su hermano Gastón ha hecho durante los últimos meses: mostrar su rostro bonito y contar una historia y sacarle un par de suspiros a chicas que miran la tele con la luz apagada mientras abrazan un almohadón.)
Entonces: Todos contra Juan cuenta la historia de un actor (Juan Perugia) que fue una estrella juvenil de la tele. Ya no lo es más. Quedó postergado en el olvido. En algún momento fue parte de un hito histórico de la televisión para adolescentes. Pero después de eso no pudo reciclarse. Juan Perugia es un rostro perdido en la vaga y fulminada memoria colectiva de los enfermados por la tele de los noventas. Pero así y todo quiere volver. Es un gran mentiroso y se niega a reconocer una derrota (la del latigazo del olvido) que le sucedió hace una década. Mientras sus compañeros de generación ahora son figuras consagradas, Perugia da clases de teatro a nenes a los que trata con un rigor académico del que no puede hacer gala en el mundo adulto, nenes a los que quiere develar el secreto de la actuación, posibilidad desde el vamos vedada para él, algo que barre debajo de la alfombra del autoengaño, lo que le permite ver una especie de luz a la que aferrarse para volver del ostracismo.
Pauls lo interpreta muy bien. Lo cierto es que no creo que a Pauls le cueste mucho hacer ese papel.
La serie, en su primer capítulo, jugó con ciertos mecanismos del cine documental. Y sin serlo ni por asomo, tiene un dejo de reality show: después de todo cuenta la historia de un actor, y la de otros actores que hacen de sí mismos dentro de una tira de ficción, como Mariano Martínez, Julieta Díaz y Cecilia Dopazo, entre otros que desfilaron por el capítulo inicial. Por caso, Chiche Gelblung desentraña desde el presente la historia del programa por donde pasó Perugia/Pauls, y hay entrevistas a sus ex compañeros. Todo queda en ese terreno un tanto impreciso pero atrayente en el que hay cierta convergencia entre lo ficticio y lo real.
Vale decir que como mecanismo narrativo está bueno, pero por ahora la serie sólo se remitió a describir un personaje y sumar una seguidilla de gags que surten efecto pero que, todavía, no son el componente esencial para la construcción de una historia, que es el desafío que la tira debe superar en los próximos capítulos (hay doce previstos a razón de uno por semana) para no ser presa del efecto Perugia, para no quedar en el olvido rápido y convertirse en una suerte de paradoja.
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jueves, 9 de octubre de 2008
miércoles, 8 de octubre de 2008
Naomi, los ceramistas y el fin del mundo
Hace poco los obreros de la Cerámica Zanon me contaron una historia. Pasó hace algunos años. Cinco, seis. Ellos se las rebuscaban para hacer funcionar la fábrica, cuando un día llegó a Neuquén una canadiense piola, curiosa, preguntona. No venía sola. Estaba con su esposo, que la acompañaba a todas partes. El caso es que los dos no paraban de hacer preguntas y mostrarse interesados por lo que los ceramistas estaban haciendo. La canadiense se metía en la fábrica, iba a las marchas, los filmaba, los miraba tomar mate con curiosidad antropológica. Ellos la dejaban hacer con algo de descuido. Era inofensiva, y estaban más preocupados por evitar los sucesivos intentos de desalojo y obtener el respaldo de la justicia para manejar la fábrica.
Hacía varios días que la canadiense daba vueltas por las instalaciones del Parque Industrial cuando una periodista los llamó y les preguntó: “Che, ¿Naomi Klein está en la fábrica?”
Ellos, dubitativos, contestaron que efectivamente había una mujer cuyo nombre sonaba así y que hacía algunos días que los acompañaba a todos lados. Aceptaron que para ellos era una perfecta desconocida. Recién entonces supieron quién era, que tenía un libro (No Logo) que era de cabecera en buena parte del mundo para todo globalifóbico que se preciara de serlo, y que era hora de hacerle un buen asado, darle un poco más de bola, algo que, entre risas, ahora reconocen haber hecho tras la advertencia, no sin una buena dosis de cholulismo.
Klein, ahora que, según nos dicen, el mundo se cae a pedazos, se hizo preguntas interesantes en una nota publicada días atrás en La Nación.
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martes, 7 de octubre de 2008
No ver
José Saramago me parece un gran escritor. Pero no lo sigo con pasión enfermiza como me ocurre en otros casos. Leí algunos libros suyos. Se sabe, recibió el Nobel (1998), dice cosas interesantes. Quizá como pocos escritores se atreve a hablar del mundo. Del orden político imperante. De los grandes temas que siempre se postergan. Los derechos humanos, el medioambiente, la pobreza a escala global. Esa conciencia muestra Saramago en sus entrevistas, que suelen estar ambientadas en su casa, en una isla oscura y volcánica donde vive y escribe. Todavía sabiendo la calidad de escritor que Saramago es, puesto a elegir me inclino por otro tipo de autores. Tengo claro que Saramago es un escritor en la plenitud de sus facultades. Un prodigio de narrador contando como quiere la historia que quiere. Con eso me alcanza.
Hay un libro suyo que en especial me parece de lo mejor que escribió. Ese libro es Ensayo sobre la ceguera. Una crítica o una alegoría de la condición humana de nuestros días. Cómo el mundo se saca los ojos a sí mismo por lo que sea, si se encuentra en aprietos, si se trata de subsistir.
Me entero de algo: esa novela ya se estrenó en los cines. El director es Fernando Meirelles, un brasileño que hizo buenas películas, y se animó a llevar el libro a la pantalla grande.
Lo cierto es que a partir de la adaptación de su novela al cine, Saramago viene recibiendo una serie de críticas. Sin ver la película (todavía), supe, leí, que una asociación de ciegos de EE.UU. cuestiona cómo se muestra a las personas que no ven en esa película. Digo "personas que no ven" porque, como ya saben los que leyeron el libro, los personajes no son ciegos, por decirlo de un modo un tanto burdo, 100%. Quiero decir: no nacieron ciegos o heredaron esa condición. Un día, por una plaga, por un virus, se van quedando, terrible e inexorablemente, sin ver, o viendo una tenue luz blanca, como la que veía Víctor Sueiro al final del túnel. Antes vieron. Un día dejan de hacerlo para tener sólo la percepción de ese blanco borroso. Saramago no se mete con quienes padecen algún tipo de discapacidad congénita o de cualquier otro tipo.
Este reclamo que ahora le hacen al portugués, que motivaría un boicot contra la película, me recuerda una vez más el escabroso tema de las críticas que se hacen a una obra de arte. Para ser más preciso: me recuerda el tipo de cuestionamientos relacionados a cómo piensa un artista dentro de una obra, algo que por contraste, es una directiva sobre lo que debió decir. Y también: un intento de erradicar una diferencia, más que un desacuerdo crítico y estético.
Creo que hay escritores y directores de cine que viven y se equivocan como cualquier persona. Acaso, de conocerlos personalmente, uno terminaría odiándolos. Y acaso también uno está en desacuerdo con lo que dicen. Esto por un lado. Por otro lado están sus obras, artefactos con vida propia y portadores de un pensamiento político, que la mayoría de las veces llega por añadidura. Detectarlo suele depender de las lecturas que soporte una obra y de sus lectores o espectadores.
Me parece, en definitiva, que no ver, también, es pedirle a la ficción las respuestas que retacea esa cosa ambigua y temblorosa que es la realidad. Esto, en última instancia, habla bien de la ficción objeto de esos dardos envenenados: una obra puede ser tan buena que hasta les sirve a otros para tratar de imponer una moral que le es totalmente ajena.
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miércoles, 1 de octubre de 2008
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