martes, 26 de julio de 2011

Crónicas de motel, de Sam Shepard

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Para ese difuso y heterogéneo grupo de personas denominado “gran público”, acaso Sam Shepard sea más conocido como actor que como escritor. Esto, claro, en el sur del mundo. En Estados Unidos ganó el Pulitzer, y sus obras de teatro gozan de un prestigio que parece amplificarse con el paso de los años. Lo mismo sucede con sus libros de cuentos y sus crónicas.
Anagrama, la prestigiosa editorial española conducida por Jorge Herralde, publicó en 1985 una gran recopilación de textos bajo el nombre “Crónicas de Motel”. (No es lo único que editó: con más o menos suerte y del mismo sello se consiguen los cuentos de “El gran sueño del paraíso”, puestos en circulación de forma reciente por la altamente recomendable colección que conmemora los 40 años de la editorial española en el diario Página 12.) El libro, en 2005, iba por su quinta reedición.
Los textos de “Crónicas de Motel” invitan a reflexionar sobre el cruce de géneros. Uno piensa en crónicas y de inmediato llueven como claves de un denominador común los nombres de Truman Capote, Hunter Tompson, Martín Caparrós, Leila Guerriero y Ryszard Kapuscinski, por nombrar sólo algunos de los exponentes más representativos de esta vertiente del periodismo.
En este caso, Shepard parece ir un paso más hacia adelante, apropiándose de ciertos mecanismos de la crónica -pero sobre todo del cuento- para plasmar primero una suerte de híbrido (ni crónicas ni cuentos; los dos a la vez) y después una hoja de ruta de lo que parece haber sido un tramo de su vida hacia finales de los setentas y principios de los ochentas.
Lejos de la frialdad quirúrgica de la corrección autobiográfica, la clave de todo el asunto, en este caso, es la elección de lo que decide contar. No el dato puro y preciso de algunas coordenadas de lugar y tiempo propias de la no-ficción sino el rapto de belleza y sencillez que caracteriza su escritura. La facilidad para atrapar momentos que surgen como revelaciones. Shepard llega, como un relámpago, con su mirada despojada, al corazón de cualquier cosa. Y lo narra.
En su camino hacia lo que parece ser una diagonal hacia la verdad pasan, página tras página, las rutas desiertas del sur de Estados Unidos (sus serpiente cascabel, los carteles oxidados junto a esas rectas interminables), la soledad de los vaqueros arreando ganado, sus cigarrillos fumados de costado, la proliferación de hoteles esporádicos entre tanta inmensidad, las manías de un guitarrista que asegura que la radio es su mejor amiga (la soledad de ese guitarrista, en definitiva), el dinero perdido en el casino o en las carreras, el lamento posterior y la vuelta a empezar. Y entre tanto, la certeza jamás relatada de que todo esto sucede, casi siempre, bajo un sol achicharrante o con las estrellas más fulgurantes del planeta como techo, porque si hay algo a lo que también le escribe Shepard es a la naturaleza.
Intercaladas con estos textos breves, la mayoría de dos a tres páginas, también hay poesías. En rigor, todo es una sucesión de textos breves cuyo hilo conductor es la poesía. Pequeños eslabones de versos desencadenados.
Porque en definitiva Shepard, con la poesía, se interroga a sí mismo, pero el sensible, tierno y corrosivo carácter de su mirada hace que las preguntas nos las terminemos haciendo todos.
Y lo bueno de que así sea.
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