sábado, 11 de abril de 2009

Leyendo a Casas



Otra vez Fabián Casas. Acabo de terminar dos libros de su autoría. O uno solo. Todavía no lo tengo muy claro. Escribo esto sin referencias anteriores de dos textos publicados en un solo volumen por Santiago Arcos Editor (mi edición es de 2008; desconozco si hay una anterior) bajo el nombre: Ocio seguido de Veteranos del pánico. Podrían formar parte de una novela, o ser dos cuentos largos. Da lo mismo. No es lo trascendente al hablar de Casas cuando escribe.

El libro me hizo reflexionar sobre un tópico ampliamente difundido en el periodismo cultural, y es: algunos escritores se la pasan escribiendo siempre el mismo libro. No es una referencia peyorativa. Sólo que algunos escritores vuelven una y otra vez a los mismos temas. Hay atmósferas a las que regresan y describen con infinitos disfraces en cuyas costuras a veces se deja ver más de lo mismo pero mejor contado, o con otra vuelta de tuerca.

Detrás de este (lisa y llanamente) engaño, en las mejores ocasiones hay destellos de buena literatura. Este libro de Fabián Casas cumple con eso.

Más de una vez Casas dijo que no usa la imaginación para escribir ficción. Que él no tiene imaginación para escribir. Si es cierto lo que cuenta en las entrevistas, y en sus textos más personales, algunos de los cuales están compilados en los Ensayos Bonsai, publicados el año pasado por Emecé, la verdad es que pareciera haber mucho de su biografía en sus ficciones.

Entiendo que algo así implicaría para algunos un atentado talibán a las huestes de la ficción. Sin embargo es suficiente leer cualquier libro de Casas, que además es periodista y poeta, y que es bastante sincero, cuando habla y cuando escribe, para verificar que lo que hace es darle unas pinceladas poéticas a personajes que tienen que ver mucho con él, su familia, y sus amigos. No hay nada más burdo y alejado de la verdad que pensar su literatura como variaciones, como mutaciones leves de una autobiografía acotada y presentada a cuenta gotas mediante todo lo que publicó en los últimos diez años. Porque la belleza no tiene nada que ver con los datos biográficos. Y cuesta bastante encontrarla en la realidad (no digo que no exista: digo que, sin predisposición para hallarla, cuesta toparse con un estiletazo de luz).

En los libros de Casas hay atmósferas, escenarios y personajes que se vienen repitiendo. A grandes rasgos, no habría mucha diferencia entre Los Lemmings y otros, un libro que está entre los mejores de cuentos publicados en los últimos quince años, y Ocio..., donde vuelve a las historias de barrio, a su familia densamente disfuncional, una familia en la que se habla poco y donde todos comen, adrede, en horarios diferentes, reservándose para sí mismos, para la intimidad de sus cuartos, la versión del resto que duela menos.

Porque Casas vuelve a la omnipresencia de su madre muerta, a su padre salidor por las noches, y su hermano con el que apenas habla. Vuelve a su facultad de Filosofía, y su escape a Brasil. A las historias de droga, y de dealers rockeros que toman cocaína en bares como milongas; a los libros y a las poesías escritas en servilletas. Regresa a lo mismo, pero más vuelto sobre sí, con esa prosa que debe ser difícil de conseguir, sencilla en su forma pero profunda en su búsqueda (y en el hallazgo) de nuevos sentidos ahí donde todo parece ser patrimonio de la más estricta normalidad.

Carver, más Carver

La editorial Anagrama va a publicar cuentos de Raymond Carver tal como eran antes de la drástica poda a que los sometió su editor, Gordon Lish. El caso es que con esos tijeretazos (se dice que sacó tan sólo de una colección de relatos cerca de cinco mil palabras) fundó toda una literatura. Como sea, y más allá de los debates sobre cuál de los dos fue el genio, me parece que lo mejor es seguir leyendo a Carver, tal como era, uno de los mejores cuentistas del siglo XX, y después también leer los originales, que algo van a dejar seguro. Lo que terminó tan bien no pudo comenzar del todo mal.


Ñ, de Clarín, publicó un ejemplo para explicar el tenor de la poda:

La versión oficial 

L. D. se puso la bolsa bajo el brazo y cogió la maleta. 
- Sólo quiero decir una cosa más - empezó. 
Pero le resultó imposible imaginar cuál podía ser aquella cosa. 


La versión original 

L. D. se acomodó otra vez la bolsa de afeitar bajo el brazo y volvió a coger la maleta. 
- Sólo quiero decir una cosa más, Maxine. Escúchame. Recuerda esto: te quiero. Te quiero pase lo que pase. También te quiero a ti, Bea. Os quiero a las dos. Permaneció quieto junto a la puerta y sintió que sus labios empezaban a temblar al intuir que quizá era la última vez que las veía. 

- Adiós - dijo. 

- ¿A esto llamas amor, L. D.? - dijo Maxine. Soltó la mano de Bea. Alzó el puño. Sacudió con fastidio la cabeza y hundió las manos en los bolsillos del abrigo. Le miró fijamente y después deslizó su mirada hasta algún punto en el suelo, junto a los zapatos de él. 
Sintió un escalofrío al darse cuenta de que a partir de ahora la iba a recordar siempre así, como en esta noche. Era horrible pensar que el resto de su vida ella sería para él aquella mujer indescifrable, una figura muda con un largo abrigo, de pie en medio de una habitación iluminada, con los ojos bajos. 

- ¡Maxine! - gritó-.¡Maxine! 

- ¿A esto llamas amor, L. D.? - dijo ella, clavando sus ojos en los de él. Sus ojos eran terribles y profundos, y él mantuvo su mirada todo el tiempo que pudo. 



La reseña de todo el asunto.

Una muestra del talento de Carver (editado), acá.

Y, por último, cómo el teatro independiente lo tiene entre sus predilectos.
www1.rionegro.com.ar/blog/rutaleon