lunes, 11 de enero de 2010

Los pichiciegos, de Fogwill


El 2 de abril 1982 yo tenía siete años. Ese día me despertaron las frases alarmantes de dos de mis hermanas: estábamos en guerra. Las monjas –sus velos blanquecinos, frenéticos en la noticia que acababan de dar– les habían ordenado volverse a casa.

Hasta entonces mi noción de la guerra estaba más bien vinculada a la televisión: soldados yankees como superhéroes; japoneses volando onomatopeyas estruendosas por los aires; alemanes ridiculizados debajo de sus cascos. Tenía otra noción vinculada a la guerra y su parafernalia previa: los acordes pomposos que escuchaba en los desfiles que en la década del 80 sonaban en las fechas patrias en los pueblos del interior.

Cerca de mi casa había mar. En la costa, en los días siguientes, se comenzaron a construir trincheras. Esas trincheras quedaron repletas de soldados. Uno iba a la playa a ver los pingüinos empetrolados que salían por la noche a pedir ayuda (siempre alguien se los llevaba para limpiarlos) o durante el día a ver las toninas surcando la costa. Iba –te llevaban– bien abrigado, porque hay que ser bastante valiente para ir a la costa por la noche en las playas de la Patagonia austral después de marzo. (En verano también hay que ser valiente, pero el frío se soporta un poco mejor. El frío: ese espasmo que deja al bañista sin palabras por algunos minutos; el relato posterior: los comentarios acerca de la piel morada, los labios azules, el viento y los aguijonazos de la arena que arrastra; la fe previa a que la conjunción de sol y playa es suficiente para internarse en medio de una ola; la desmentida posterior).

Lo concreto es que los soldados, unos soldados que se preparaban para la guerrra frente a ese mar, se la pasaban en las trincheras. Miraban casi suplicantes mientras hacían esas trincheras. Ibas al mar, y los veías cavando, cruzando alguno que otro chiste, fumándose un cigarrillo. Pensando que fumar un cigarrillo puede quitarte el frío, cuando lo único cierto es que en todo caso te acerca más a la muerte –el frío por definición–.

En todo esto, y en cómo la propia experiencia amplía el espectro de sensaciones de una lectura, pensaba cuando leía el otro día Los Pichiciegos, de Fogwill. Me hice esa pregunta y otra: ¿Por qué nadie todavía hizo una película con esta novela?

La historia del libro es poco menos interesante que la de su trama. La leyenda cuenta que Fogwill lo escribió en San Pablo, Brasil, y que hizo un par de copias. Las distribuyó entre amigos cuando la guerra estaba a punto de terminar. Buena parte de lo que se dice del libro está relacionado con su poder de anticipación. Entre otras cosas, describe (antes de que trascendiera públicamente) casi de forma exacta, parte de las tropelías y el maltrato padecido por los soldados de parte de los altos mandos. Esto, si bien es cierto, no es lo más importante de una novela que lo que menos quiere es ser un documento. Como en los grandes libros, los personajes tienen una vida propia que excede cualquier posibilidad de realismo: se instalan sobre un peldaño superior: el de la poesía –en un sentido amplio- y el de la belleza –un atributo con el que están dotadas buena parte de las escenas–.

Desde entonces, hubo al menos tres ediciones de la novela, y es uno de los textos insoslayable de los últimos 30 años de la literatura Argentina.

Cuenta la historia de un grupo de soldados (los Pichis) que están en Malvinas, y subsisten escondiéndose en una gran trinchera subterránea, en medio del campo de batalla.

Están tapados por la tierra, como si fueran unos topos cuyo único ruego es el final de la guerra: para volver a casa, para comer bien, para sacarse la mugre y la ropa húmeda y fría de encima por una vez. Nadie puede verlos. Tienen su entrada secreta a esa trinchera. Viven y para poder vivir se convierten, necesariamente, en traidores: tranzan con los ingleses como estrategia de subsistencia (uno de los ejes más interesantes de la novela es la alusión a cierto enemigo interno que “los argentinos”, más temprano que tarde, siempre traemos al ruedo; en este sentido es casi una alegoría de, sobre todo, la última historia política argentina).

Los pichis, que tienen todo un escalafón, con sus jefaturas y sus soldados acopiadores de alimentos, con sus excursionistas, y con sus encargados de entrevistarse con las tropas británicas, cambian información por alimentos y unas cuantas cajas de cigarrillos, mientras esperan el fin de la guerra, que ellos escuchan desde abajo de la tierra.

Se dice que Fogwill, en pleno proceso de canonización (hace un par de meses Alfaguara editó sus Cuentos Completos, a los que la crítica describió como parte de lo mejor del género en muchos años) escribió esta novela de un tirón, en dos días y medio, consumiendo 12 gramos de cocaína (algo poco recomendable para escribir un libro, o hacer culquier otra cosa). Ese ritmo frenético se traslada al de la lectura del libro, un compendio de momentos y diálogos difíciles de olvidar. También está el whisky que pudo tomarse un general antes de querer recuperar las islas, pero sólo como intuición de un momento histórico y lo que un escritor puede hacer con él cuando busca algo que sólo se explica por el peso de la buena literatura.
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