miércoles, 11 de marzo de 2009

La vida nueva, de César Aira

La vida nueva (Mansalva; 2008) es el último libro de César Aira, autor a cuya obra uno acude con la actitud del que va hacia una entrega. Una de esas delaciones con botín atrayente, camino riesgoso y final de todo o nada.

Aira escribe con un desparpajo que descoloca. Es dueño de una prosa por momentos elegante, por momentos exquisita, y por momentos chabacana (pero adrede, porque lo chabacano puede sumar dentro de una historia). Así le salen libros que pueden ser obras maestras y otros que podrían ser una cargada. No en pocos casos en una novela o cuento de su autoría confluyen las dos posibilidades.

Por eso su obra requiere del lector una dosis adicional de voluntad. Aira y sus lectores son todo un tema. El universo de éstos puede dividirse en dos: los que lo adoran y lo señalan como un genio, o como el escritor argentino vivo más importante o trascendente o digno de representarnos allí, en esos pasillos, oficinas y claustros donde se cocina y pasteuriza el gusto de lo que hay que leer, y están los otros lectores suyos, los que sostienen que escribió un puñado de libros buenos, y luego no dejó de copiarse a sí mismo por el resto de su obra. (Esto último lo dicen como si copiarse a sí mismo fuera tan fácil y como si escribir un puñado de buenas obras no implicara mayor dificultad.)

Creo que entre ambos extremos hay un punto medio integrado por verdades de ambos bandos. Pero al margen de este debate, lo cierto es que uno no puede más que asombrase por lo prolífico que es Aira, que dice escribir todas las mañanas, creo que en papel, a veces en un café de su adorado barrio de Flores, y que publica a razón de tres o cuatro novelas por año, desde hace veinte.

Uno puede hacerse adicto a las "novelitas" de Aira, del mismo modo en que uno se hace adicto a algo que, llegado el caso, puede hacerle mal. 

Es decir uno ve en sus novelas situaciones, diálogos, escenas que rayan con lo bizarro, o que directamente lo son, y que quizá estén de más, y posiblemente aparezcan como elecciones desacertadas, finales alevosa y arteramente abruptos, resoluciones de tramas porque sí. Sin embargo en cada una de esas opciones que Aira toma asoma la búsqueda y la necesidad de decir algo nuevo. A veces incluso como imposibilidad: lo que está diciendo como la crónica de lo que en realidad intentó decir y no pudo. (La imposibilidad de enunciación como epifanía.) No una historia nunca contada, jamás mencionada, sino un ímpetu abriéndose camino, un bosquejo de nuevo significado que utiliza las palabras de todos los días para traer al mundo algo bien diferente.

Esa repetición, ese ambiente-loop en que a veces devienen largos pasajes de sus libros, que no en pocas oportunidades recuerdan a un disco rayado (a propósito, par ser oído una y otra vez: en el detalle de esa absurda reiteración hay claves ocultas para ser interpretadas), recuerdan a una de esas cifras que desde una lejana dimensión nos están queriendo hacer llegar en nuestros sueños más descarriados; una cifra-historia, además, contada con una prosa que no encuentra muchas dificultades para, cuando así lo quiere, esculpir belleza en la nimiedad.

La vida nueva cuenta la historia de un escritor inédito que vive postergado en la promesa de un editor con quien firma contrato para publicar su primera obra. Uno de esos jóvenes estrella, del que todos dicen que abrirá un nuevo rumbo. La edición se posterga hasta el delirio. Pasan años sin que la obra, de cuya trama nada se sabe, llegue a las librerías. El novel escritor tampoco hace mucho para cambiar esa realidad. Por capricho, por desidia, permite que el editor, que se deshace en promesas, que siempre está a punto de sacar el libro a la calle, lo convierta, al fin y al cabo, en un no escritor, en una promesa que se mira al espejo desvanecer con tortuosa lentitud. Creo que el libro, una novelita de las que Aira escribe en tres meses, es como uno de esos chicles a los que uno estira y estira y no se corta nunca. Una lección de cómo se estira una historia, una ostentación estilo Aira.

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