Entre otros motivos, Max Brod pasó a la historia por traicionar a Franz Kafka. Y la historia de esa traición es la siguiente: en su lecho de muerte, con la voz resquebrajada por la tuberculosis, Kafka le dice a Brod: “Quema todos los papeles, Max”. Corría 1924 y el lugar era una pálida habitación de hospital, en Viena. No está muy en claro el grado de compromiso que asumió el amigo incondicional en su respuesta, pero sí lo que sucedió después.
Brod hizo todo lo contrario, no sin antes darse un atracón con los textos de K. que él todavía no había leído. El movimiento lo hizo caer en el mismo análisis recurrente. Confirmó una vez más que la luz y genialidad de Kafka eran tan fáciles de comprobar presenciado su pasmoso silencio como leyendo cualquiera de sus textos.
Con este antecedente entre cejas, Kafka (Emecé; 2003), el libro que Brod publicó en 1937, también puede leerse como la historia de las razones que sustentaron la traición, acaso uno de los tres o cuatro motivos por los que la literatura del siglo XX terminó siendo lo que fue. El libro de Brod se nutre de sus diarios y los del autor de La metamorfosis, de cartas y notas escritas junto a las velas de la noche de Praga, con la impronta del amor y la admiración que le profesó en vida a Kafka y aún después, una actitud que también le fue correspondida.
Hay una serie de revelaciones en su biografía, por momentos también un profundo y lúcido ensayo. Pero tal vez ninguna tan cautivante como la del pasaje que describe el tránsito de Kafka de simple ser hipersensible, detallista y atribulado, a sujeto que a regañadientes desprende primero los velos de su magnitud espiritual y después los de parte de su obra.
Enriquecida con tres apéndices, uno de dibujos, una crónica (“Los aeroplanos en Brescia”) y otros dos testimonios de amigos del creador de El castillo, la biografía, también un decálogo de frases y un álbum de postales fáciles de imaginar, alcanza por momentos el tono declarativo del miembro fundacional de un club de fans.
Brod, que se convirtió en autor editado antes que Kafka, parece asumir mucho más enaltecido que humillado el rol histórico que le tocó cumplir.
Y es fácil pensarlo sumido en la urgencia de narrar al mundo lo que vio, escuchó y festejó, incrédulo primero y feliz e igualmente incrédulo después. Esa es la dulce sensación que subyace a casi toda su biografía.
Pero es inteligente y entonces guarda algo de lugar para la controversia. Por ejemplo, sienta posición y suelto de cuerpo se anima a cuestionar la visión de Kafka sobre su padre, un conflicto al parecer más conocido que muchos de sus textos.
Después, lo de siempre. La intuición de su amigo para preconcebir el rumbo que tomaría la historia, pero antes que nadie y dentro de sus relatos y novelas; su familia y sus relaciones amorosas vistas como un esperpento en mutación constante, despertándole simpatía o terror según su humor del día; pero antes que todo lo anterior, su capacidad para bucear y emerger con un principio de sonrisa y contar cómo es el abismo, cualquier abismo.
Es decir, cómo Kafka le encuentra el abismo a cualquier cosa. Esto es lo que cuenta, más bien, Brod, en su libro.
Y por eso su exaltación.
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