viernes, 1 de mayo de 2009

Ballard

Hace algunos días murió J.G. Ballard. Fue un escritor que ofreció una mirada diferente sobre los cambios experimentados a partir de la segunda mitad del siglo pasado por ese amasijo de carne, automóviles, computadoras y virus en mutación constante (¡Oink de chancho mediante!) llamado civilización. 

Junto a la obra de Philip K. Dick, la de Ballard, que recibió el reconocimiento mundial en los últimos veinte años, no pudo despegarse nunca del lastre de formar parte de un subgénero literario: la Ciencia Ficción, una clasificación que sirvió para contar desde antes los cambios espectaculares que sucederían después, y que ahora se encuentra en una disputa cabeza a cabeza con el realismo para ver quién es quién.

Los libros de Ballard no son sólo un laboratorio científico-literario vaticinador de delirios, de verdades como porciones de la realidad tamizadas por un ácido lisérgico. Uno se quedaba con la impronta, luego de leer Crash, luego de leer Noches de Cocaína, de una poética puesta al servicio del desastre. Un libro de Ballard deja en la mente de quien lo lee la imagen de un amanecer post-catástrofe, de un silencio espeluznante, o de la refundación de un planeta (ojo, no esa epifanía pavota que permite digerir bien los pochoclos cuando lo que la provoca es una película del Village; más bien los ojos abiertos para ver todo eso que hasta la mañana anterior no habías apreciado). 

Entre todo ese tufillo a fin del mundo que suelen tener algunos de sus textos, siempre hay cierta cuota de esperanza. Hasta que, claro, prendas tu televisor y todo vuelva a hacerse añicos nuevamente contra tus pupilas. 

El que mejor dijo todo esto en las innumerables notas publicadas en los últimos días tras la muerte del inglés fue Juan Villoro. Dijo: “J. G. Ballard logró distinguir, aun en medio del caos, el desconcertante resplandor de la belleza.”

Acá, su texto completo.

(La foto, por si hace falta, muestra a Borges y a un Ballard de mediana edad.)

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