martes, 30 de septiembre de 2008
Cuenta regresiva
lunes, 22 de septiembre de 2008
Monstruos
Antes de ahorcarse en su casa el 12 de septiembre pasado, a los 46 años, David Foster Wallace ya había definido cómo es ver un libro durante el proceso de escritura. Ese momento en el que un cuento o una novela forma parte de algo así como la Hermandad de Los Hijos Deformes.
sábado, 20 de septiembre de 2008
Vida y literatura
Los libros no le dan de comer a quienes los escriben. En la mayoría de los casos; nada que no se sepa. Pero hay algo de lapidario en ver junta a tanta gente importante e interesante (incluida Macky Corbalán) describiendo cómo hace para compatibilizar su tiempo de escritura con lo que sea que hagan para pagar el alquiler o las cuentas del híper.
La idea de vivir de la literatura para la mayoría de los escritores argentinos describe la relación que mantienen con sus libros y los de otros, un intercambio de energía que les permite evitar el pozo donde se internarían si dejaran de escribir o leer, y no el momento en que perciben sus derechos de autor.
Como verán quienes linkeen la encuesta de arriba, en el sitio El Interpretador se pueden encontrar otras maravillas que hablan de la vida en la literatura.
viernes, 19 de septiembre de 2008
Exhibición de atrocidades
Antes, no hace tanto, ir al consultorio de un dentista era, ante todo, una visita cargada de incertidumbres y ambigüedades que se resumían en una amenaza titilante en neones rojos: la posibilidad del dolor.
También pensar en esa consulta era pergeñar una sumatoria de pretextos con el objetivo de desecharla. Es decir, pensar en un dentista era en verdad trazar una estrategia repleta de obstáculos dudosos para lograr no verlo. Esa estrategia por lo general se supeditaba a la semana previa: una cuenta regresiva que terminaba en el momento en que, después de abrirse la puerta de entrada al consultorio, porque hay puertas que tienen vida propia, y se abren solas con sordidez insuperable, una nube aséptica con olor a instrumentos esterilizados y un salón limpísimo provocaban un primer extrañamiento que podía terminar o no en estornudo.
Las palabras “caries” y “anestesia” formaban parte de un mantra que resonaba casi de forma automática desde el momento mismo en que una secretaria la mayoría de las veces gorda y vestida con delantal rosado, que profería reprochables diminutivos a niños y grandes por igual, dictaminaba una fecha y una hora para la visita, lo que preanunciaba el ingreso a la recta final de los suplicios.
Entrar al dentista era y es también entrar a una sala repleta de revistas vetustas, ofrecidas como un desinteresado plan de evasión, cuando en realidad eran y son más el camuflaje perfecto para la patada punzante de un nervio molar que el atenuador inocente para una espera prolongada.
Como se sabe, nada ni nadie puede con el zumbido de mosca eléctrica de un torno odontológico, ni con el espacio que lo amplifica, el del consultorio, que es el espacio de la indefensión, de la soledad y el desamparo del paciente, ya que ir al dentista también es ir a una entrega.
Eso, sin embargo, era antes, hasta hace poco. Porque el velo de rituales previos, misterio y vacilaciones que desalentaba un tratamiento de conducto al que de todos modos se terminaba accediendo, tiende a volverse ahora, como tantas otras, una práctica pública.
Como en esas películas de terror desaconsejadas para pacientes con riesgo cardíaco (que incluyen en cada fotograma como posibilidad para el espectador la de un ataque de epilepsia, la exacerbación de la sangre, el estampido artero sin preanuncios, la traición del monstruo bobo rompiendo en velocísimos primeros planos, sólo porque sí –el relato como sólo eso–, algo que tal vez quiera decirnos que el terror ocurre todo el tiempo y en todos lados, y que eso sí no debería ser una sorpresa), ir al dentista también quedó despojado de misterios.
Alcanza para saberlo con caminar por la calle, ver varias vidrieras hasta dar, a plena luz del día, detrás de otra vidriera, la ventana de un consultorio con una persiana americana, y fragmentado por cada tramo de ella, con el rostro desfigurado del paciente, que se muestra impune a la calle, a la vereda, como invitando a presenciar la consulta, como atroz estrategia publicitaria del dentista, y hasta como invitación a entrar y sacar un turno, un rostro de paciente más que visible desde la calle, con el torno dentro de la boca y unas luces de nave espacial encegueciéndolo desde arriba. Esta vez, sin el sonido del torno audible, porque acaso en la ausencia de ese zumbido se resuma la última reserva de privacidad a la que tenga derecho lo que queda de la civilización.
miércoles, 17 de septiembre de 2008
El escritor a escena
El otro artículo (click acá), publicado en el suplemento cultural de mayor circulación del país, lo que no debería significar nada más que eso, tiene una vuelta de tuerca un poco más interesante: el escritor como centro de la escena, como individuo, en muchos casos, más preocupado por participar en lecturas, instalaciones y debates, y no tanto como constructor de una obra. Esta nota me hizo pensar en un escritor que sería casi un actor en el sentido hollywoodense del término.
Uno que, llegado el caso, elegiría subirse a YouTube a sí mismo en un rapto casi histérico, para luego escandalizarse, con desparpajo, mientras se mira con sus escritores amigos en una notebook, en un bar.
El primero de los dos artículos tiene cierto tufillo a etiquetamiento predecesor del lanzamiento de una colección. Las escrituras del “yo”, esa vertiente de autores que tomarían la propia vida como onda expansiva para su escritura, son parte de una discusión cuyos estertores podrían seguirse en los suplementos literarios europeos de los últimos años.El tema central, pienso, es determinar la cuota de veracidad de esas etiquetas: después de todo, parece difícil para la mayoría de los lectores saber qué hizo un escritor en los veinte años previos a terminar una obra, si bien hay voces y escrituras poderosas que casi obligan a preguntar por la biografía de determinados autores porque eso que nos están contando está tan bien que no puede ser otra cosa que cierto. En todo caso, también está el tema de por qué sería interesante encasillarlos, cuando lo importante se resume, básicamente, en una pregunta: ¿es o no literatura lo que nos ofrecen?
Y por otra parte, además de los libros, ¿a qué otra cosa puede recurrir un autor cuando se sitúa frente a un teclado o una hoja de papel, que no sea su vida o la de los millares de personas que pueden rodearlo, esos otros “yo” iguales a él cuyas historias ahora tiene a un click de distancia?
Por último van, como yapa, otras dos notas: una del autor argentino Gonzalo Garcés (1974), que ensaya una explicación de por qué precisamente a los escritores argentinos no les gustarían los españoles y viceversa, y otra sobre las editoriales y los modelos de circulación de libros en Argentina, un debate del último fin de semana en Buenos Aires, que contó con la participación de Fabián Casas, en un ciclo organizado por Interzona, titulado Talando + Árboles.
viernes, 12 de septiembre de 2008
Era el Cielo, de Sergio Bizzio
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Era el Cielo, de Sergio Bizzio
- Fernando Castro
- www1.rionegro.com.ar/blog/rutaleon