lunes, 23 de marzo de 2009

Los topos, de Félix Bruzzone


1. Además de ser una muy buena novela (elijo romper todo el suspenso de entrada para hablar de este libro), quizá lo mejor que escribió un "joven narrador" argentino en 2008, Los topos, de Félix Bruzzone, fija nuevas condiciones para la perspectiva que en adelante cualquier escritor podrá asumir cuando toque un tema crucial de nuestra historia: el del golpe militar de 1976 y el del terrorismo de estado. Es una novela que a un lector desprevenido, a uno totalmente inocente, uno de esos lectores a los que los libros sólo le gustan o no, lo entretienen o no, puede llegar a atraparlo. Pero no es esto lo vital con lo que cumple; lo verdaderamente trascendente que la novela hace es sacar el tema de los desaparecidos de la órbita de algo que, sencillamente, podría definirse como la necesidad de denuncia. Algo que estuvo y fue necesario, pero que, además, habla del impacto de esos años, los setentas, en el campo intelectual y artístico. Y tal vez la palabra que mejor pueda definir la imposibilidad de abordar este tema de otras formas sea miedo. En todas las formas que el miedo puede tomar cuando alguien se sienta a escribir.


2. Hablar de un libro diferente –Los topos es uno– en este caso implica una mención a 33 años donde, por algún motivo, nadie pudo salirse, al hablar de la última dictadura, de la condena propia de las posturas políticamente correctas. Acaso esto y unas condiciones políticas todavía no dadas hayan impedido la generación de nuevos sentidos, y la especulación con lo que pudiera haber al final de otras miradas sobre los años de la represión militar. (Antes que Los topos, parece haber sido el cine el que se abrió a estas nuevas perspectivas. Los rubios, una película de Albertina Carri, hija de desaparecidos igual que Bruzzone, es una prueba de eso.) Hablar de Los topos también invita a ver un videoclip mucho más dislocado que cuerdo de los 33 años que pasaron para que este libro pudiera ser escrito. En este sentido, es un texto que sin mencionarlos, incluye dentro de la estructura que lo hizo posible a cada uno de sus acontecimientos políticos y el impacto que tuvieron en el imaginario popular y su mirada sobre los desaparecidos.

3. ¿De qué se trata Los topos? Es la historia de un hijo de desaparecidos. Lo dicho: Bruzzone mismo es uno. Por eso es fácil equivocarse y pensar que es un relato autobiográfico. Bruzzone escribe la historia de un hijo de desaparecidos que parce no creer tanto en la militancia a la que se entregan muchos otros en su situación, por ejemplo, siendo parte de HIJOS. De hecho, el protagonista del libro se ríe de una novia suya que, sin tener familiares desaparecidos, milita y le dice a él que la siga. Lo que Bruzzone sí parece desestimar es el marketing que subyace a esa pertenencia, un marketing del dolor cuando es ajeno. Los padres del protagonista del libro desaparecieron en la ESMA. Ahora (el presente del libro) se dedica a la repostería para sobrevivir con su abuela, que está convencida de que un día encontrará a su otro nietito, un hermano del héroe del libro que puede existir o no. El narrador se enamora de una travesti, que acaso también pudiera ser ese hermano suyo que tantas veces refirió su abuela. Esto configura una de las salidas más interesantes de la novela: la irrupción de gente que cree y disfruta de su sexualidad sin preconceptos, pero una sexualidad que implica, en parte, la irrupción de una nueva identidad. Esta ambigüedad está presente en la novela junto con otra, nunca expresada explícitamente: nadie sabe quién es hasta saber de dónde viene. Y ser el hijo de un desaparecido, tal vez tenga algo de eso.

4. Y lo mencionado: la novela y la literatura, como una instancia modificadora de la idea del dolor como testimonio único y más preciso de lo sucedido después del golpe y en los años siguientes. Algo a lo que Bruzzone alude con una mirada bien desde adentro, con la libertad y soltura del que habla con conocimiento de causa. Esta mirada, trágica y cómica a la vez, puede entenderse como una forma de crítica. Como si de este modo quisiera decir que un hijo de desparecidos, también, es alguien como cualquiera de todos nosotros. Y no un monumento que trata de sacarse los velos de tristeza que debieran vérsele al caminar por la calle. Y eso es lo que Bruzzone cuenta con una prosa clarísima, con un amplio registro de cómo hablan los tipos de la calle, en Buenos Aires o la Patagonia (donde el libro transcurre sobre el final) y con la poesía como herramienta para encontrar luz, en la ficción y acaso también en la realidad.

viernes, 20 de marzo de 2009

La novela luminosa



La Novela Luminosa puede parecer un libro excesivo. Me refiero al tipo de apuesta que materializa y no a la extensión del texto, pese a sus 567 páginas (la edición de Mondadori; la de Alfaguara, la otra disponible, más cara, no sé cuántas tiene).

La historia es a grandes rasgos la siguiente: Mario Levrero (y esto es verdad) se postuló para la beca Guggenheim y finalmente se la otorgaron. En su novela, en el prólogo, cuenta que un par de amigos que creen en su talento para escribir lo obligaron a hacerlo. Cumplieron con el tramiterío burocrático al que Levrero le esquivó tanto y hacen todo por él, que sólo tendrá que ponerse a escribir luego de acceder a la beca. Así podrá terminar una novela inconclusa que atesora desde hace 15 años. Esto debiera ser suficiente para ocuparse a tiempo completo en la finalizacion del libro.

Si uno debiera equivocarse y resumir en muy pocas palabras a La Novela Luminosa, creo que estaría bien decir que es el resultado de contar con minuciosidad un método, o mejor dicho, la sombra o el esqueleto de un método. Y ese método consistiría en deslizar oblicuamente (sin romper el hechizo, sin mostrar todas las cartas, pero dejando en claro que quizá Levrero las tenía todas en su poder) cómo hacer literatura de la nada. (No es casual que de Levrero también se diga que es un escritor de escritores).

La historia (caracterizada por la ausencia de una trama totalmente explícita), en este caso, es lo de menos. Y promediando el libro uno se da cuenta de que quedó un libro denso, pero por su proximidad a la verdad. ¿Hace falta decir que no hablo de la verdad como no ficción sino como lo que es bello y está siendo revelado?

Es un libro dividido en dos grandes tramos. El primero, titulado Diario de la Beca, en el que un narrador, el propio Levrero, traza un inventario de las fobias y obstáculos que él mismo se impone para postergar el momento de escritura del libro. Así, describe su lucha contra el insomnio, sus intentos que rayan la patología para contrarrestarlo, su afición desemsurada a la programación en Visual Basic (lenguaje con el que, por ejemplo, hace programas que le indican con un bip cuándo tomar uno de los varios medicamentos que consume), describe la enorme cantidad de novelas policiales que compra en las mesas de saldo de Montevideo (donde murió el 30 de agosto de 2004, a los 64 años), acompañado por mujeres siempre más jóvenes que él que lo sacan a pasear.

En todo este tramo, posterga hasta el delirio el momento de la escritura del libro que dejó inconcluso (el que sirvió de pretexto para recibir la beca), y esa postergación lo lleva a escribir centenares de páginas del diario… (Esa novela-precuela que de a poco le va quedando.)

Levrero hunde la cabeza en lo que debe haber sido su realidad diaria, y el botín que se lleva a superficie es, en su caso, lo mucho de literario que tiene la vida de un hombre triste y solo de 70 años, al que las mujeres se acercan como a un tótem rabioso (un tótem que parece quererlas a todas pero que se sabe observado como un maestro venerable más que como un seductor), y que también se sabe con unos cuantos días grises por delante.

La segunda parte, La Novela Luminosa, funciona como contrapartida, o como complemento del diario que se llevó la mayor parte del libro. Escrito en ese registro que corre los límites de la realidad hacia los de la ficción (o viceversa), Levrero hace literatura con algo que para cualquiera sería toparse de frente con un muro oscurísimo e infranqueable. Para él, un obstáculo así es suficiente para hacer literatura, y dejar una serie de parrafadas tan geniales como desconcertantes.

(F.C.)




miércoles, 11 de marzo de 2009

La vida nueva, de César Aira

La vida nueva (Mansalva; 2008) es el último libro de César Aira, autor a cuya obra uno acude con la actitud del que va hacia una entrega. Una de esas delaciones con botín atrayente, camino riesgoso y final de todo o nada.

Aira escribe con un desparpajo que descoloca. Es dueño de una prosa por momentos elegante, por momentos exquisita, y por momentos chabacana (pero adrede, porque lo chabacano puede sumar dentro de una historia). Así le salen libros que pueden ser obras maestras y otros que podrían ser una cargada. No en pocos casos en una novela o cuento de su autoría confluyen las dos posibilidades.

Por eso su obra requiere del lector una dosis adicional de voluntad. Aira y sus lectores son todo un tema. El universo de éstos puede dividirse en dos: los que lo adoran y lo señalan como un genio, o como el escritor argentino vivo más importante o trascendente o digno de representarnos allí, en esos pasillos, oficinas y claustros donde se cocina y pasteuriza el gusto de lo que hay que leer, y están los otros lectores suyos, los que sostienen que escribió un puñado de libros buenos, y luego no dejó de copiarse a sí mismo por el resto de su obra. (Esto último lo dicen como si copiarse a sí mismo fuera tan fácil y como si escribir un puñado de buenas obras no implicara mayor dificultad.)

Creo que entre ambos extremos hay un punto medio integrado por verdades de ambos bandos. Pero al margen de este debate, lo cierto es que uno no puede más que asombrase por lo prolífico que es Aira, que dice escribir todas las mañanas, creo que en papel, a veces en un café de su adorado barrio de Flores, y que publica a razón de tres o cuatro novelas por año, desde hace veinte.

Uno puede hacerse adicto a las "novelitas" de Aira, del mismo modo en que uno se hace adicto a algo que, llegado el caso, puede hacerle mal. 

Es decir uno ve en sus novelas situaciones, diálogos, escenas que rayan con lo bizarro, o que directamente lo son, y que quizá estén de más, y posiblemente aparezcan como elecciones desacertadas, finales alevosa y arteramente abruptos, resoluciones de tramas porque sí. Sin embargo en cada una de esas opciones que Aira toma asoma la búsqueda y la necesidad de decir algo nuevo. A veces incluso como imposibilidad: lo que está diciendo como la crónica de lo que en realidad intentó decir y no pudo. (La imposibilidad de enunciación como epifanía.) No una historia nunca contada, jamás mencionada, sino un ímpetu abriéndose camino, un bosquejo de nuevo significado que utiliza las palabras de todos los días para traer al mundo algo bien diferente.

Esa repetición, ese ambiente-loop en que a veces devienen largos pasajes de sus libros, que no en pocas oportunidades recuerdan a un disco rayado (a propósito, par ser oído una y otra vez: en el detalle de esa absurda reiteración hay claves ocultas para ser interpretadas), recuerdan a una de esas cifras que desde una lejana dimensión nos están queriendo hacer llegar en nuestros sueños más descarriados; una cifra-historia, además, contada con una prosa que no encuentra muchas dificultades para, cuando así lo quiere, esculpir belleza en la nimiedad.

La vida nueva cuenta la historia de un escritor inédito que vive postergado en la promesa de un editor con quien firma contrato para publicar su primera obra. Uno de esos jóvenes estrella, del que todos dicen que abrirá un nuevo rumbo. La edición se posterga hasta el delirio. Pasan años sin que la obra, de cuya trama nada se sabe, llegue a las librerías. El novel escritor tampoco hace mucho para cambiar esa realidad. Por capricho, por desidia, permite que el editor, que se deshace en promesas, que siempre está a punto de sacar el libro a la calle, lo convierta, al fin y al cabo, en un no escritor, en una promesa que se mira al espejo desvanecer con tortuosa lentitud. Creo que el libro, una novelita de las que Aira escribe en tres meses, es como uno de esos chicles a los que uno estira y estira y no se corta nunca. Una lección de cómo se estira una historia, una ostentación estilo Aira.
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